viernes, 29 de abril de 2011

El mal

Los chicos se divertían. Las chicas también, seguramente, aunque ellos no lo sabían, debido a que las sillas de sus aulas sólo estaban autorizadas a soportar el peso de un muchacho y no el ligero volumen de una dulce María.


Los chicos se divertían. No era fácil, pero para eso estaba Enrique. Cada día, cuando tocaban las diez de la mañana, los chicos salían al patio corriendo como si alguien se escapara con su merienda. Y cada día los chicos le pedían a Enrique que imitara al rey del rock. Querían ver ese movimiento de caderas, querían ver ese doblamiento de rodillas. Enrique no dudaba ni un instante en complacer a su público.

Primero Elvis, luego Jerry, luego Berry y luego el padre Anselmo le acariciaba con dureza su oreja y le soltaba la palabra mágica:


–Castigado.


Un nuevo día, un nuevo baile, un nuevo castigo. Y así pasaban las semanas. Los chicos se divertían y Enrique sufría horas de oscuridad por unos minutos de libertad.


Un martes, el padre Anselmo y sus secuaces tuvieron una larga charla con él.


–Linares… Debe dejar de escuchar esa música de Lucifer –ordenaba el padre Anselmo a su pequeño angelito–. Si sigue por ese camino acabará en el Infierno.


–Perdone padre –asumía Enrique–, pero es que no acabo de entender por qué dicen que esta música es del Infierno… En la contraportada del disco pone que está grabado en los Estados Unidos. ¿Significa eso que el país de los Estados Unidos es el Infierno?


–Mira niño… Debes hacer caso de lo que te decimos. Nosotros te traemos la palabra de Dios y a eso es a lo que debes rendirte –sentenció sin pensárselo uno de los acompañantes del padre Anselmo.


–Pero sigo teniendo dudas, padre… –continuaba el pobre Enrique– Cuando imito a Elvis soy feliz, pero cuando ustedes me castigan no lo soy. ¿Significa eso que Dios no quiere que yo sea feliz?


Uno de los curas decidió abandonar la sala en ese momento. Parecía agotado. Anselmo miró a sus espadachines esperando que alguno de ellos asumiera el mando. En ese preciso instante los espadachines se pusieron a buscar una supuesta moneda que había caído al suelo. Anselmo lanzó una mirada desafiante al pequeño Enrique y se acercó a él.


–Dios quiere que seas feliz, hijo… Pero eres pequeño, estás confundido y por eso te pone a prueba. Jesús sabe que sólo serás feliz si sigues su camino. Y no es un camino fácil, pero es el bueno.


–¿Y qué hay al final del camino?


–Eso sólo lo sabrás cuando llegues al final.


–Pero yo quiero saberlo ahora para poder valorar.


–No puedes. Debes tener fe.


–Pero esto de la fe…


–¡Nada niño! ¡Hay que tener fe y punto! Y si no irás al Infierno. Si sigues escuchando esa música diabólica te saldrán cuernos, se te caerá la piel y te convertirás en un monstruo. ¿Estamos? Ahora vete a casa y reza 10 padresnuestros.


Enrique salió de la charla más confundido que antes. No entendía nada. ¿Por qué todo cobraba sentido con la fe? ¿Por qué el Infierno era malo? ¿Qué había allí? ¿Por qué los otros curas aún no habían encontrado su moneda?


Un miércoles, Enrique decidió dar un paso más. Decidió ponerse a prueba. Cogió dinero de su madre (olvidó pedirle permiso). Se acercó al estanco.


–Un Marlboro, por favor –pidió Enrique con voz ultra-grave.


–Aquí tiene, señor –sonrió la anciana–. ¡Vaya! Es igual de alto que mi nieto Miguel. Que tenga un buen día.


Enrique dejó a la anciana con ese pensamiento y se dirigió a la escuela. Llegó la hora del patio. Empezó el espectáculo para su querido público. Lo que el público no sabía es que el espectáculo guardaba una sorpresa. Mientras Enrique doblaba la rodilla una y otra vez sacó su paquete de tabaco. Luego un cigarrillo. Los chicos exclamaron de admiración. Enrique se encendió el cigarrillo y bailó más rápido y más contento que nunca. Todo iba bien… Hasta que llegó el padre Anselmo.


–¡Linares!


Los chicos se asustaron y miraron rápidamente el cigarrillo de Enrique, que aún estaba en su mano.


–¿Qué escondes ahí, Linares? –preguntó el padre Anselmo.


–Nada –mintió Enrique.


El padre Anselmo le agarró de la mano y vio el cigarro encendido. Al momento le olió la boca.


–Esta vez se ha pasado, Linares –declaró el padre Anselmo–. ¡Y ustedes también! –dijo dirigiéndose al público menor de edad– Todo el mundo castigado. ¡Vamos!


Los chicos enfilaron hacia las aulas. Enrique siguió sus pasos, pero la mano gigantesca y peluda del padre Anselmo le detuvo.


–No tan rápido… Usted ha estado castigado muchas veces. Vamos a ver si un castigo más severo le hace reaccionar. Coja unas tijeras y vaya a arreglar los arbustos del jardín. ¡Rápido!


Enrique fue a buscar unas tijeras. Las encontró en el aula de manualidades, como marca la lógica. Estaban tiradas en el suelo, debajo de una mesa. Se agachó para cogerlas y al levantarse se dio con la cabeza con el canto de la mesa. Fue un duro golpe. Se lamentó un rato, hasta que se le pasó un poco y pudo llevar a cabo su tarea de jardinero.


Mientras Enrique repasaba con artesanía los arbustos del jardín oyó que alguien le llamaba.


–Pssseee…


Enrique se giró y vio en el tronco de un árbol una hilera de hormigas. Se acercó y notó que el sonido era cada vez más fuerte.


–¡Eh! ¡Tú! ¡Aquí!


Enrique se fijó en una hormiga separada del resto. La hormiga se estaba dirigiendo a él. Enrique no se lo podía creer.


–No hagas caso de lo que te diga el cura ese. Debes disfrutar de la vida. La felicidad la eliges tú. Si quieres algo ve a por ello. La vida es muy corta, chaval. No te la pases haciéndote preguntas que no tienen respuesta.


Enrique escuchó atentamente lo que le acababa de decir la hormiguita. Aún así no salía de su asombro. Enrique, para asegurarse de que todo eso no era un sueño, se pellizcó el brazo. Le dolió. Luego se palpó la cabeza y notó que se asomaba un bulto. Enrique se asustó. Recordó las palabras del padre Anselmo sobre el diablo y sus cuernos. Enrique no entendía por qué estaba escuchando una hormiga cuando una hormiga no puede hablar.


Al fin lo entendió todo. Enrique se estaba convirtiendo en un monstruo, en el diablo. Le estaban apunto de crecer los cuernos y ya empezaba a escuchar voces de otros seres.

Enrique aplastó a la hormiga y quemó todos sus discos. Ahora lleva sotana, imparte matemáticas y los cristales de sus gafas están llenos de tiza.