lunes, 21 de marzo de 2011

La atracción

La primavera daba sus primeros pasos en el lejano pueblo de Todolera. La feria había abierto sus puertas y todos los habitantes corrían como presos fugitivos oliendo sus primeros minutos de libertad. Los chicos iban agarrados a la cintura de sus princesas, los niños se habían acomodado en las espaldas de sus padres y las madres andaban repartiendo chocolatinas a sus cachorros.


La maquinaria se había puesto en marcha y entre toda la multitud un hombre. Solo, serio y con los ojos clavados en una de las atracciones. La montaña rusa más bella que jamás había visto. Aquel hombre debía tener unos 40 años. Nunca se perdía una feria y aunque no tenía con quién compartir sus emociones no le importaba gozar una y otra vez de todas y cada una de las atracciones que ofrecía la fiesta.


La cola era larga, pero Tomás se decía a sí mismo:


–No importa, seguro que merece la pena.


Y así, Tomás armado de paciencia, finalmente terminó la cola y se subió en uno de los vagones del vehículo. Los vagones eran de dos plazas. Él sólo ocupó una porque no tenía problemas de sobrepeso. En los otros vagones todo el mundo tenía a su copiloto listo. La joven guardián de la cola advirtió que faltaba una plaza por ocupar y lanzó una pregunta al aire:


–Falta un asiento. ¿Alguien va solo y quiere subir? –preguntó la chiquilla con cierto escepticismo. Tomás no parecía muy contento con la idea de la joven, pero había algo dentro de él que le hacía desear que alguien diera un paso adelante y se decidiera a acompañarle. Después de unos segundos de silencio incómodo los encargados de la atracción dieron por cerrado el cupo de pasajeros.


El trenecito se puso en marcha. Una curva a la derecha. La primera escalada. Caída en picado y brusco giro a la izquierda. Emocionante. El viento acariciaba la cara de Tomás mientras una sensación de felicidad cubría todo su cuerpo.


El tren llegó de nuevo a la estación. Tomás y todos los demás pasajeros salían ilusionados por todo lo que habían experimentado hacía escasos segundos. Quería repetir y no se lo pensó dos veces. Volvió a hacer cola. Lo que había vivido era fabuloso, nuevo para él. Antes hubo otras atracciones, pero ninguna como aquella. Tomás había encontrado la felicidad y no quería perderla.


Esta vez su impaciencia incrementó. La espera se le hacía mucho más larga. Quería volver a subir en seguida. Pero algo ocurrió. Noto que la cola hacía minutos que no se movía. La gente empezaba a murmurar. El nerviosismo de Tomás aumentaba.


–¿Qué es lo que pasa? –Se preguntaba. Era demasiado tímido para dirigirse a un extraño y compartir sus dudas.


Finalmente uno de los encargados de la atracción se dirigió a la larga cola.


–Hemos detectado un fallo en la maquinaria. Por seguridad la atracción permanecerá cerrada durante unas horas. Disculpen las molestias.


La decepción en la gente era visible, pero civilizadamente uno a uno fue deshaciendo la cola. Pero Tomás se quedó allí, quieto, expectante. Confiaba en que la atracción volvería a funcionar y quería ser el primero que volvería a probarla. Había notado una conexión con ese tren, creía ciegamente en ello. No quería abandonarlo. Quiso luchar por ello, aunque fuera utilizando una de las armas más débiles y pesadas: la paciencia. Lo deseaba con todas sus fuerzas. Mientras Tomás esperaba a que arreglaran la atracción el resto de los habitantes de Todolera iban subiendo a las demás atracciones. ¡Y qué atracciones! Todo el mundo se lo pasaba genial. Tomás lo percibía con rabia y resignación. Él también quería pasárselo bien, pero en "su" atracción.


Aquella feria tenía algo especial. Era la mejor feria del mundo y tenía atracciones espectaculares. En una de ellas los hombres entraban en un salón lleno de espejos y al salir, estos hombres se habían convertido en niños. Volvían a sentirse libres y despreocupados sin tener que sufrir por ninguna responsabilidad. En otra atracción chicos y chicas que no se conocían subían a un barco vikingo y al bajar, de repente, todos se habían enamorado. Hombres de mediana edad hacían cola en una atracción que al bajarse de ella todos tenían la sensación de que les habían ascendido en el trabajo. ¡Qué placer cuando sentían el reconocimiento a sus empleos!


Era la feria de las sensaciones. Cuando alguien se subía a una atracción vivía una experiencia única. La gente podía advertir momentos especiales de la vida. Podían sentir cosas que nunca antes había notado o sí, pero ya las habían olvidado. Y toda esa felicidad de la gente la estaba observando detenidamente Tomás, plantado delante de la atracción estropeada.


Un joven se percató que nuestro solitario protagonista llevaba mucho tiempo esperando.


–Señor, va a ser mejor que vuelva otro día, parece que la avería es grave y va a llevar tiempo repararla.

–¡Pues poneros las pilas, hijos de puta! –pensó Tomás para sus adentros.

–No importa, me quedaré esperando lo que haga falta. Gracias. –escupió Tomás con gran firmeza.


Y la feria siguió en marcha días y días con todo el mundo correteando arriba y abajo, gritando de felicidad, mientras Tomás seguía esperando a que la atracción volviera a funcionar. Él era consciente de que las otras atracciones también podían hacerle estallar de alegría, pero se había obsesionado con el trenecito estropeado. Deseaba aquella atracción costara lo que costara.


La atracción nunca más volvió a funcionar y la feria llegó a su fin. Tomás se quedó sin vivir ni experimentar nada. Todos los habitantes de Todolera volvieron a sus vidas normales, pero con una inyección de vitalidad que antes no tenían. Tomás, en cambio, volvió a su casa de la misma manera que había llegado a la feria: triste y solo.


Al año siguiente volvió la primavera y con ella la nueva feria. Ni un alma rondaba por las calles. Todos estaban de nuevo montando en las atracciones. Todos menos Tomás, que nunca más volvió a pisar ninguna feria. Y nadie lo echó nunca en falta.